Este lunes íbamos
a recoger a los estudiantes de prácticas en las comunidades Shipibo en el
Ucayali, río abajo, con el Padre Curro y su curtido escudero Felipe, pero esa
tarde tuvieron que llevar el motor de la lancha al taller. Aparentemente la
procesión del Señor de los Milagros no tuvo efecto, porque dicho motor ya
estaba malogrado la semana pasada, cuando íbamos a visitar las comunidades
Machigankas del Urubamba, río arriba. La reparación costaba 600 soles, y en las
arcas parroquiales solo quedaban 170. Gracias a la providencia, y una generosa
donación anónima, se llegó a un acuerdo con el taller el martes por la noche.
La salida,
prevista para las 9:00 de la mañana, se alarga hasta las dos y pico, después de
un buen almuerzo en la casa parroquial y un buen regateo en el grifo
(gasolinera) flotante, guardado por dos perros calcinados. La lancha de
Cáritas, repleta de cajas de jabón de Madre Coraje, mide unos dos metros de
ancho y casi 30 de largo, por lo que sacude bien sobre el agua. De hecho,
después de 24 horas en tierra firme, todavía sentimos el vaivén.
El Ucayali es uno
de los muchos tributarios del río Amazonas, y serpentea por la planicie con un
cauce que cambia continuamente. Su anchura y su vasto caudal de agua color
leche manchada, deja al Guadalquivir en ridículo. A ambos lados, se alza una
selva majestuosa e impenetrable. Las formaciones de nubes en el cielo celeste
no son menos espectaculares.
Pinceladas del cielo sobre el Ucayali
Aunque hacemos
buen tiempo, la caída del sol nos pilla en medio del río, y hay que buscar con
una linterna la entrada a la cocha (antiguo cauce del río convertido en laguna)
donde queda el puerto de Bolognesi. La encontramos gracias a un pequepeque
(balsa con motor de palo) que va saliendo. Intentamos entrar, pero nos varamos
entre las plantas acuáticas. Tenemos que volver a un puerto maderero cercano
para empotrarnos en el lodo y desembarcar. En la Amazonía no existen
embarcaderos, y las lanchas simplemente se apilan en cualquier orilla
accesible. Ahí procuramos un mototaxi para llevarnos a la parroquia de
Bolognesi, botando como canicas en el asiento. Felipe se queda en el barco para
vigilar la gasolina y dormir con los zancudos.
Pinceladas del cielo sobre el Ucayali
Bolognesi parece
un pueblo sacado de las películas de John Wayne, carcomido por la humedad y el
moho. Cuenta con una plaza mayor de diseño (?) y poco más. Antonio, el diácono,
nos recibe cordialmente en sus humildes aposentos, y nos ofrece un lugar donde
dormir. Ahora hay luz, pero no hay agua, solo un bidón turbio de agua
estancada. Al ver que el agua del café sale de ahí, Carmen casi se cae de la
silla.
Comemos chancho
(cerdo, o algo de la selva que se le parece) con el Padre Curro en un
chiringuito improvisado sobre el barrizal, rodeados de perros raquíticos e
insectos exóticos. Para chuparse los dedos. No hay cubiertos...
El Jueves por la
mañana, cogemos un mototaxi para volver al puerto y reemplazar a Felipe
vigilando la lancha. Apenas salimos del pueblo y nos cae una manta de agua
antediluviana. Llegamos al puerto empapados hasta la médula, bragas,
calzoncillos y mochilas incluidas, y nos refugiamos miserablemente con un
puñado de hombres bajo un toldo de plástico poco fiable. Ni siquiera logramos
ver la embarcación, por no hablar de Felipe. La lluvia sigue cayendo. Llevamos
desde las ocho titiritando de pie, cuando sobre las tres sale Felipe de la
cortina para sacar agua del barco con cubetas. Hay más agua dentro que fuera.
Ahora que ha
subido el río, intentamos de nuevo entrar al puerto de Bolognesi para entregar
las cajas de jabón de Madre Coraje. Desembarcamos con el lodo hasta
las rodillas y caminamos hasta la parroquia. Por fin ha dejado de llover. Esa
noche nos comemos la sopa de fideos, agradecidos por su calor, sin
cuestionarnos su origen, mientras una rata se come las chanclas de Carmen.
A la mañana
siguiente tenemos que salir temprano para llegar a Nueva Italia, así que nos comemos
un buen desayuno en la casa del vecino, y luego esperamos a que Felipe llegue
para comer también. Nos despedimos del Padre Curro, que se queda atrás, y
zarpamos sobre las 11. Llegamos a Nueva Italia sobre las tres, y visitamos la
casa de un primo de Felipe, quien nos invita a comer carachamba, un pescado
jurásico con caparazón armado, tan feo como sabroso.
Carachamba, rico,rico
Horneando galletitas de Yuca, riquísimas
Carachamba, rico,rico
Horneando galletitas de Yuca, riquísimas
Una hora más
tarde, llega la primera tanda de alumnos desde Tupac Amaru en pequepeque, y
volvemos a la entrada de la cocha para recoger a varios más en Tumbuya, donde
paramos brevemente para ver la comunidad. Vuelve a sorprender lo limpio y
cuidadas que están las comunidades indígenas, en contraste con la suciedad y
dejadez de los pueblos colonos.
Comunidad de Nueva Italia
En la cultura globalizada, nos falta mucho por volver a aprender en cuanto a habitabilidad y sostenibilidad. Todos los niños de la escuela nos acompañan alegremente de vuelta para despedirse de sus queridos profesores en prácticas.
Comunidad de Nueva Italia
En la cultura globalizada, nos falta mucho por volver a aprender en cuanto a habitabilidad y sostenibilidad. Todos los niños de la escuela nos acompañan alegremente de vuelta para despedirse de sus queridos profesores en prácticas.
Despidiendo a sus profes
Recogemos a más
alumnos en la siguiente comunidad de Saguaya, donde llegamos al caer el sol.
Emprendemos la marcha por una vereda resbalosa, bombardeados por zancudos, para
pasar la noche en la comunidad. Nos ceden una habitación de madera, donde Felipe
monta una tienda para tres, que nos la cede a los dos. Esperemos que no se entere
el Padre…
Carmen enciende
dos espirales y vacía el espray de fu-fu contra los mosquitos, aparte del
repelente que se untó al cuerpo, lo que nos obliga evacuar el local, mareados
como perdices. Pasamos calor y luego frío por la noche, y el suelo de madera
nos deja tiesos como una tabla. Y eso que solo queríamos dormir. Descubro
huesos en mi cuerpo que no sabía que tenía.
Felipe nos
despierta al amanecer para salir pitando. Los alumnos han dormido en el barco,
y han reordenado el espacio. Con un impresionante surtido de bolsas, maletas,
cajas y enseres, bidones de gasolina, bombonas de gas, sacos con plátanos,
aguacates y mangos, tres gallinas, una tortuga y mucha bulla, parece un bazar
turco.
Entre todo eso se
monta una cocina improvisada que pronto abre los apetitos con olores a chancho
asado, sopa de pescado y plátano zancochado. Las gallinas también terminan en
la olla.
Con las recientes
lluvias ha crecido el río, que ahora arrastra toda la basura de la selva y la
industria local. Hay que maniobrar la lancha entre riadas de troncos flotantes
e islotes de espuma capuchino de alcantarilla. Uno de los chicos se monta en la
proa como puntero para advertir de cualquier obstáculo. Sobre las once nos acercamos
a Bolognesi, donde Felipe quiere parar para pasar la noche debido al peligro,
pero la tripulación se amotina y continuamos el camino. A partir de ahí, se
acaba milagrosamente la porquería flotante, y el río se muestra despejado y
tranquilo el resto del viaje.
Tan tranquilo que
aparentemente se duerme nuestro capitán, que a pesar de la inmensa anchura del
río y las desesperadas señales del puntero, logra empotrar la lancha en la
selva. El chico se tapa la cabeza, y desaparece con todo y proa entre la espesa
vegetación. Los demás estallan en risa, mientras dos exploradores se aventuran
entre las hojas con machetes para rescatarlo.
Buscando al puntero en la jungla ;-)
Buscando al puntero en la jungla ;-)
Sobre las dos,
hacemos la primera parada para recoger a los últimos alumnos. Todos salimos
corriendo para buscarnos un hueco entre los árboles.
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